Yo viví en una casa embrujada. No era la casa tomada que Cortázar narró a modo de pesadilla, ni la casa Usher, cuya arquitectura prefiguró el hundimiento moral de Poe, aunque su disposición —paredaña a un parque abandonado— hacía prever su potencial de calamidad. Lo cierto es que aquella casa triste y tarada era conocida en la colonia, aunque nadie nos advirtió, y los dueños evitaron mencionar los detalles de otras desgracias más dolorosas acaecidas en su interior. A ciencia cierta, yo nunca vi nada anormal, pero sentí el daño. En realidad, todos sentimos el daño. No mencionaré los golpes, ni las imprecaciones nocturnas, tampoco los vasos rotos —ese compendio de anormalidades para amantes del más allá—, pero lo cierto es que al cabo de un año la desgracia se había apoderado de todos. Y no estaba más allá, sino más acá: papá empezó a beber más que nunca, perdió su trabajo y compró un revólver que esgrimía contra las sombras, mamá se recluyó en la luna de su espejo. Mi hermana se extravió en un laberinto de melancolía, y yo mismo fui presa de un furor místico. Sólo mi hermano mayor mantuvo la entereza para hacer las maletas y meter en el coche a aquella familia de locos. Luego de conducir durante horas, se detuvo en una gasolinera, abrió las puertas del coche y cada uno corrió en una dirección opuesta.
Juan Gracia Armendáriz, Cuentos del jíbaro, Demipage, Madrid, 2008, páginas 77-78.
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