Lenguaje corporal, Arnulf Rainer
Conque acepté a Anse. Y cuando me enteré de que iba a tener a Cash, comprendí que la vida era terrible y que esto es lo que nos trae. Fue cuando aprendí que las palabras no sirven para nada; que las palabras no se corresponden ni siquiera con lo que tratan de decir. Cuando nació comprendí que maternidad había sido inventado por alguien que tenía que tener una palabra con que llamarlo, porque a los que tienen hijos no les interesa si existe una palabra para llamar eso o no. Comprendí que el miedo fue inventado por alguien que nunca había sentido miedo; y el orgullo, por quien nunca había sentido orgullo. Comprendí que había sido eso, no que tuvieran las narices sucias, sino que nos habíamos tenido que usar unos a los otros por medio de las palabras como arañas que se cuelgan por la boca de una viga, se balancean y retuercen sin tocarse nunca, y que sólo por medio de la vara mi sangre podría mezclarse con la suya en una sola corriente. Comprendí que había sido eso, no que mi soledad hubiese tenido que ser violada una y otra vez cada día, sino que nunca había sido violada hasta que llegó Cash. Ni siquiera de noche por Anse.
También él tenía una palabra. Amor, lo llamaba. Pero yo llevaba mucho tiempo acostumbrada a las palabras. Sabía que esa palabra era como las demás: sólo una forma de llenar una carencia; que cuando llegase el momento preciso uno no necesitaría una palabra para llamarlo, como no la necesitaba para el miedo o el orgullo.
También él tenía una palabra. Amor, lo llamaba. Pero yo llevaba mucho tiempo acostumbrada a las palabras. Sabía que esa palabra era como las demás: sólo una forma de llenar una carencia; que cuando llegase el momento preciso uno no necesitaría una palabra para llamarlo, como no la necesitaba para el miedo o el orgullo.
William Faulkner, Mientras agonizo, Cátedra, Madrid, 2011, pp. 167-168.
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