En otra vida, Kasia Derwinska
El Grande ha escuchado a su hermano en silencio, comprendiendo apenas una parte de sus palabras. Cada día le cuesta más seguirlo, y tiene la impresión de que al final se quedará atrás y el Pequeño continuará su viaje sin volver la vista. Luego dice:
—Cuando naciste el médico no pudo llegar a tiempo y fui yo quien te casó del vientre de mamá. La cocina se llenó de sangre y tú chillabas como un cerdo. No sabía cómo hacerte callar, así que te metí un dedo en la boca para que lo chuparas. Mamá estaba dormida, y al cabo de un rato tú también te dormiste, pero te quedaste quieto y eras minúsculo y tu pecho no se movía. Pensé que habías muerto, que con mi dedo sucio te había envenenado, qué sé yo. Me asusté tanto… Te grité demasiado, y cuando despertaste todavía gritaba, y tú debiste de pensar que el mundo era un lugar horrible. No pude dormir durante semanas, durante meses.
—¿Por qué me cuentas esto?
—Porque quiero que entiendas que no tengo miedo a morir, no vivo en función de que todo termine. Hay veces en que la vida te propone condiciones tales que el único recurso es un movimiento radical, un sacrificio extraordinario, y yo puedo asumirlo. Lo que no podría soportar, sin embargo, sería verte crecer en una tierra yerma, como este pozo. Un lugar donde morir sin paz por la simple inercia de las civilizaciones, un cementerio en el que marchitarte, como una flor que nunca hará germinar los campos. Es la idea de que mueras tú lo que hace tan pequeño el mundo.
—Cuando naciste el médico no pudo llegar a tiempo y fui yo quien te casó del vientre de mamá. La cocina se llenó de sangre y tú chillabas como un cerdo. No sabía cómo hacerte callar, así que te metí un dedo en la boca para que lo chuparas. Mamá estaba dormida, y al cabo de un rato tú también te dormiste, pero te quedaste quieto y eras minúsculo y tu pecho no se movía. Pensé que habías muerto, que con mi dedo sucio te había envenenado, qué sé yo. Me asusté tanto… Te grité demasiado, y cuando despertaste todavía gritaba, y tú debiste de pensar que el mundo era un lugar horrible. No pude dormir durante semanas, durante meses.
—¿Por qué me cuentas esto?
—Porque quiero que entiendas que no tengo miedo a morir, no vivo en función de que todo termine. Hay veces en que la vida te propone condiciones tales que el único recurso es un movimiento radical, un sacrificio extraordinario, y yo puedo asumirlo. Lo que no podría soportar, sin embargo, sería verte crecer en una tierra yerma, como este pozo. Un lugar donde morir sin paz por la simple inercia de las civilizaciones, un cementerio en el que marchitarte, como una flor que nunca hará germinar los campos. Es la idea de que mueras tú lo que hace tan pequeño el mundo.
Iván Repila, El niño que robó el caballo de Atila, Libros del Silencio, Barcelona, 2013, pp. 87-88.
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