Pluma de un cuervo, Ramon Bruin
Cuando lo fantástico me visita (a veces soy yo el visitante y mis cuentos han ido naciendo de esa buena educación recíproca a lo largo de veinte años) me acuerdo siempre del admirable pasaje de Víctor Hugo: «Nadie ignora lo que es el punto vélico de un navío; lugar de convergencia, punto de intersección misterioso hasta para el constructor del barco, en el que se suman las fuerzas dispersas en todo el velamen desplegado». Estoy convencido de que esta mañana Teodoro miraba un punto vélico del aire. No es difícil irlos encontrando y hasta provocando, pero una condición es necesaria: hacerse una idea muy especial de las heterogeneidades admisibles en la convergencia, no tener miedo del encuentro fortuito (que no lo será) de un paraguas con una máquina de coser. Lo fantástico fuerza una costra aparencial, y por eso recuerda el punto vélico; hay algo que arrima el hombro para sacarnos de quicio. Siempre he sabido que las grandes sorpresas nos esperan allí donde hayamos aprendido por fin a no sorprendernos de nada, entendiendo por esto no escandalizarnos frente a las rupturas del orden. Los únicos que creen verdaderamente en los fantasmas son los fantasmas mismos, como lo prueba el famoso diálogo en la galería de cuadros. Si en cualquier orden de lo fantástico llegáramos a esa naturalidad, Teodoro ya no sería el único en quedarse tan quieto, pobre animalito, mirando lo que todavía no sabemos ver.
Julio Cortázar, La vuelta al día en ochenta mundos, rm editorial, Barcelona, 2010, p. 47.
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