Me gustaba acercarme de vez en cuando a la casa donde había transcurrido mi infancia. El inmueble estaba abandonado, así que me limitaba a recorrer con los ojos las grietas de esa puerta que había traspasado tantas veces, a dibujarme detrás de unas carcomidas ventanas que ahora sólo podían devolver mi rostro cansado.
Aunque sabía que la demolición no tardaría en llegar, aún no estaba preparado para doblar la esquina y encontrar un vacío que deprisa magulló mi memoria. Frente a mí se abría un paisaje lisiado en el que hallé mis recuerdos diluidos en un cóctel de tierra y escombros. Me agaché a coger una piedra, y la sentí fría y húmeda como una pieza del pasado que se revelaba irreconstruible ya por siempre.
Y con la piedra en el bolsillo tatuando su relieve en mi mano, me alejé mientras me preguntaba por qué el hombre se afana en acabar con lo que por sí solo destruye el tiempo.
Aunque sabía que la demolición no tardaría en llegar, aún no estaba preparado para doblar la esquina y encontrar un vacío que deprisa magulló mi memoria. Frente a mí se abría un paisaje lisiado en el que hallé mis recuerdos diluidos en un cóctel de tierra y escombros. Me agaché a coger una piedra, y la sentí fría y húmeda como una pieza del pasado que se revelaba irreconstruible ya por siempre.
Y con la piedra en el bolsillo tatuando su relieve en mi mano, me alejé mientras me preguntaba por qué el hombre se afana en acabar con lo que por sí solo destruye el tiempo.
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