El seductor no encontró en aquella muchacha nada bello ni carnal y, sin embargo, se empeñó en poseerla porque se llamaba Perpedigna y aquello era extraordinario y tentaba con su candidez digna de ser apurada. Sería bonito ser el amante de Perpedigna y que los amigos lo dijesen y ella tuviese una hija que se llamase Perpedignita.
Esa fue la verdadera historia de la seducción de Perpedigna y de que ella tuviese la pequeña Perpedignita, cándida como una polluela de paloma.
Ramón Gómez de la Serna, Disparates y otros caprichos, Menoscuarto, Palencia, 2005, p. 97.
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