Finalmente le cuento que me voy. «¿Vuelves a tu patria?», interpela. Le respondo que sí, aunque estoy muy tiquismiquis con la gramática. También le digo que «volveré» a este país fugazmente en un momento u otro. Y nos despedimos porque ya vale de hablar.
Entonces estoy en mi casa fumando y bebiendo café (lo que yo llamo: comer) y pensando en esa evidencia como fascinante de que me voy o me vuelvo. Por indagar en la verdad, por tentar al talento, enuncio: «Nunca se vuelve a ningún sitio; siempre se va». Es la típica frase que uno puede decir o escribir y, bueno, si adoptas el rictus adecuado a lo mejor alguien se la cree. Todo está ya dicho y es muy sencillo y la cosa va de que digas algunas chorradas y poses con esmero. Volver es volver, es un verbo con un significado, y se tiene que poder volver a algún sitio para que ese verbo no caiga en una crisis existencial. Volver, se me ocurre, es ir a un sitio en el que ya has estado.
De modo que quizá morirse también es volver.
Alberto Olmos, Trenes hacia Tokio, Lengua de Trapo, Madrid, 2006, pp. 187-188.
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