Pequeña estación de tren por la noche, Paul Delvaux
TANTEAR LA NOCHE
El miedo es un buen consejero; el jardín, un buen amigo. Ir al jardín se ha hecho una costumbre, una tarea. Ahí uno junta sus partes abandonadas: la fe —cuando abunda—, el rostro de una mujer, un árbol. Sentarse en la banca, al lado de un hombre de mirada extraviada, es siempre reconfortante. Luego hablarle del calor que ha hecho en el día, mientras se rasgan las vestiduras o se alcanza una flor recién nacida pero muerta. Carraspear, sonreír, volver la vista al chorro de la fuente. Tan simple como colocar sobre la mesa las migas caídas al suelo y, con ellas, hacer del pan corriente un pan ácimo. La vida como una hoja que cae, como algo que vuela. Nada está más allá del acto de mirar, silenciosamente. Si en lugar de hombre fuera uno puerta cancel o mesa o campo de palomas, ¿desde qué lado entonces dolería la vida? Sólo se trata de levantarse y caminar hasta el final de la calle iluminada. Contar los pasos, no detenerse. Mantener correspondencia con la sombra que uno es, interpretar sus lluvias, dejarse seducir. Eso quizá sea lo valedero, si valedero es vivir a ciegas.
Rogelio Guedea, Del aire al aire, Thule, Barcelona, 2004, p. 36.
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