SEÑALES
A medida que vivimos, las señales nos orientan, pero a medida que morimos nos desorientan. A veces las encontramos en el sueño, pero ésas no son de fiar. Más confiables son las que nos asaltan en el insomnio o las que nos aluden cuando nos detenemos frente a un río y hay una orilla que nos conmueve.
Si en las manos flacas aparecen arrugas, las convertimos en puños, por las dudas. Las señales más inexorables las da siempre el espejo, ese cretino, y no hay morisqueta que lo desanime.
Un pájaro puede ser una señal, también lo puede ser un cocodrilo. Todas son señales: la música, un trueno, el silencio, un viento huracanado, el canto de una alondra, la barahúnda de los niños.
Cada estación tiene su señal. El invierno, la inclemencia; la primavera, sus golondrinas; el verano, su bochorno; el otoño, la parsimonia.
El universo es un torrente de señales. Hay algunas que estallan y nos doblan de miedo, otras que acarician y nos desvanecen. Hasta la liturgia creó la señal de la cruz, claro que sin el permiso del pobre Cristo.
La señal es vestigio, cicatriz, inminencia, vértigo a la intemperie, fijación del instante. Hay señales de socorro, como el tan mentado SOS (save our souls) que por algo nace el inglés imperial.
Las señales presagian y pobre de nosotros cuando nos señalan. Para vernos libres de señales, la única solución es el olvido, pero ¿quién se atreve a esa cirugía de la memoria?
Mario Benedetti, Vivir adrede, Alfaguara, Madrid, 2008, p. 80.
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