Esto es donde los niños ricos vienen a morir, Nicholas Max Scarpinato
«No se espera a nadie —fantaseó otra vez—. El mundo no espera nada. Nada en absoluto». Se sintió henchido de una suerte de desesperanza apacible. La tierra seguía siendo opaca, no había camino despejado, ninguna senda desbrozada para lo que él esperaba, sólo aquellas rojas y frías estrellas fugaces, aquel entorno yerto y ausente, aquella estación de tren abstraída que esperaba torpemente la hora de irse a dormir. De pronto recapacitó sobre aquel vagabundeo que tan mal controlado le había parecido durante toda la tarde: la carretera identificada de lugar en lugar, la habitación adornada con flores y cerrada, la cama sobre la que se había tendido por adelanado: no veía en ello más que un conjuro desesperado; aquellas huellas inscritas con anticipación eran vacuas, aquellos signos no eran ofrecidos, el mundo seguía sin promesa y sin respuesta: ¿por qué iba el mundo a prestarse al deseo? «No cabría más que esperar —pensó de nuevo—. Sólo esperar. Pero hay algo prohibido en la espera de eso».
Julien Gracq, La península, Nocturna, Madrid, 2011, pp. 116-117.
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