Matrícula incompleta, Nathan Marvel
LA MATRÍCULA
El 22 de septiembre pasado, al anochecer, estaba parado en el tercer semáforo de la Via Melchiorre Gioia, en Milán, cuando a mi izquierda, dos toquecitos de claxon, como llamando. Me vuelvo, a mi lado un coche de lujo. Al volante, un señor sobre los cuarenta. Me hace una señal y baja la ventanilla derecha. Yo abro la mía. Y él, con una especie de apatía, como asumiendo la molestia que le suponía infligir una norma cívica:
—Mire usted, ha perdido la matrícula y lleva un piloto fundido.
Me sienta mal, pero no me sorprende. De noche dejo mi destartalado cacharro en la calle, nada más fácil que alguien, mientras estoy aparcado o al salir, me haya ocasionado la doble faena.
Naturalmente, allí en el semáforo no voy a ponerme a comprobar. Lo hago doscientos metros más adelante, en cuanto el tráfico lo permite. Pues bien: la matrícula está en su sitio y ambos pilotos lucen.
Conque una broma. Pero el señor que me ha advertido en absoluto parecía un tipo bromista. Y además, ¿con qué fin? Evidentemente había visto mal.
Recorro la Via Melchiorre Gioia casi todos los días. Una semana más tarde, me paré en el mismo semáforo y oí que me llamaba con el claxon, esta vez desde la derecha.
Un furgón. El conductor, un joven vestido con mono, bajó el cristal y me hizo una seña. Lo bajé yo también. Me dijo, con sonrisa amable, casi compadeciéndose:
—Oiga, señor, no lleva la matrícula. Y sólo se le enciende un piloto.
Le di las gracias de dientes afuera, preguntándome si no sería una ocurrencia idiota de moda por aquellos parajes. Pero por si acaso me bajé pasado el cruce y fui a ver. Exactamente: la matrícula desaparecida y uno de los dos pilotos hecho trizas.
El 22 de septiembre pasado, al anochecer, estaba parado en el tercer semáforo de la Via Melchiorre Gioia, en Milán, cuando a mi izquierda, dos toquecitos de claxon, como llamando. Me vuelvo, a mi lado un coche de lujo. Al volante, un señor sobre los cuarenta. Me hace una señal y baja la ventanilla derecha. Yo abro la mía. Y él, con una especie de apatía, como asumiendo la molestia que le suponía infligir una norma cívica:
—Mire usted, ha perdido la matrícula y lleva un piloto fundido.
Me sienta mal, pero no me sorprende. De noche dejo mi destartalado cacharro en la calle, nada más fácil que alguien, mientras estoy aparcado o al salir, me haya ocasionado la doble faena.
Naturalmente, allí en el semáforo no voy a ponerme a comprobar. Lo hago doscientos metros más adelante, en cuanto el tráfico lo permite. Pues bien: la matrícula está en su sitio y ambos pilotos lucen.
Conque una broma. Pero el señor que me ha advertido en absoluto parecía un tipo bromista. Y además, ¿con qué fin? Evidentemente había visto mal.
Recorro la Via Melchiorre Gioia casi todos los días. Una semana más tarde, me paré en el mismo semáforo y oí que me llamaba con el claxon, esta vez desde la derecha.
Un furgón. El conductor, un joven vestido con mono, bajó el cristal y me hizo una seña. Lo bajé yo también. Me dijo, con sonrisa amable, casi compadeciéndose:
—Oiga, señor, no lleva la matrícula. Y sólo se le enciende un piloto.
Le di las gracias de dientes afuera, preguntándome si no sería una ocurrencia idiota de moda por aquellos parajes. Pero por si acaso me bajé pasado el cruce y fui a ver. Exactamente: la matrícula desaparecida y uno de los dos pilotos hecho trizas.
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