AVE FÉNIX
Don Víctor Quintanar descubrió que podía convertir sus emociones en seres reales: su miedo en una liebre, su ansiedad en una ardilla, su cólera en un oso. Pero si intentaba, por ejemplo, hacer surgir un hipopótamo o un león, fracasaba. Tampoco podía crear seres mitológicos ni monstruos del tipo de la quimera, el grifo o el unicornio.
Empezó a ir solo a cierto descampado. Comprobó, con satisfacción, que sus osos y sus lobos, siendo reales, eran inofensivos para él, y que ni las becadas ni los venados le huían. Todos aquellos seres además, se esfumaban en cuanto desaparecía la emoción correspondiente. Pero, ¿qué pasaría si perdía los estribos en su casa o en la calle, en el casino o en la iglesia?
Una tarde que perdía al tresillo vio una víbora deslizarse bajo el tapete verde; ese mismo domingo un mochuelo descomunal sobrevoló sigiloso la nave de la catedral brotando del pañuelo tras el que bostezaba.
Por esa época su mujer empezó a coquetear con don Álvaro Mesía. Don Víctor Quintanar husmeaba el aire impregnado de secreciones amorosas; auscultaba los más leves sonidos del ilícito cortejo; vislumbraba las formas escurridizas de los amantes en las tinieblas de las habitaciones.
Decidió sorprenderlos y castigarlos con un oso o al menos, una jauría de lobos, pero sólo le salió un Ave Fénix.
Don Víctor Quintanar descubrió que podía convertir sus emociones en seres reales: su miedo en una liebre, su ansiedad en una ardilla, su cólera en un oso. Pero si intentaba, por ejemplo, hacer surgir un hipopótamo o un león, fracasaba. Tampoco podía crear seres mitológicos ni monstruos del tipo de la quimera, el grifo o el unicornio.
Empezó a ir solo a cierto descampado. Comprobó, con satisfacción, que sus osos y sus lobos, siendo reales, eran inofensivos para él, y que ni las becadas ni los venados le huían. Todos aquellos seres además, se esfumaban en cuanto desaparecía la emoción correspondiente. Pero, ¿qué pasaría si perdía los estribos en su casa o en la calle, en el casino o en la iglesia?
Una tarde que perdía al tresillo vio una víbora deslizarse bajo el tapete verde; ese mismo domingo un mochuelo descomunal sobrevoló sigiloso la nave de la catedral brotando del pañuelo tras el que bostezaba.
Por esa época su mujer empezó a coquetear con don Álvaro Mesía. Don Víctor Quintanar husmeaba el aire impregnado de secreciones amorosas; auscultaba los más leves sonidos del ilícito cortejo; vislumbraba las formas escurridizas de los amantes en las tinieblas de las habitaciones.
Decidió sorprenderlos y castigarlos con un oso o al menos, una jauría de lobos, pero sólo le salió un Ave Fénix.
Carlos Almira, Fuego enemigo, Nowevolution, Madrid, 2010, p. 71.
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