ESTAMOS RODEADOS
Reconozco que nos flaquean las fuerzas. Después de cavar barricadas de argumentos frente a la puerta, de amontonar sacos terreros en las ventanas y cegar las ranuras de las puertas con silicona, nuestra situación se ha vuelto insostenible. Creímos que el mundo amenazaba nuestra convivencia, pero a fuerza de autarquía hemos alcanzado una situación límite. Dejamos de llamar a los amigos, no respondíamos a las llamadas de nuestros parientes, y por toda explicación colgamos un cartel en la puerta de entrada que decía: «No molestar». Y en efecto, ya no nos moleta nadie, el mundo se ha vuelto invisible y lejano como una película en blanco y negro. Nos quedamos a solas con nuestras manías de amantes a tiempo completo. Todo, hasta el café y las tostadas, era un hábito compartido que desataba la pasión. Ahora, sin embargo, nuestros intentos son vanos. Espoleamos el deseo con estímulos que en otro tiempo nos hubiesen causado vergüenza. Nuestro vocabulario era un código amatorio que sólo nosotros entendíamos, pero ahora se ha vuelto incomprensible, como una lengua muerta. Ella y yo nos miramos con desconsuelo y fatiga, a sabiendas de que cualquier noche todo se vendrá abajo sin remedio, pero mientras llega ese instante ella calienta un poco de sopa en la cocina y yo busco con el mando a distancia una película que entretenga nuestro tedio. Luego nos acostaremos. Será tarde. Escucharé su respiración en mi cuello y anhelaremos que nadie interrumpa nuestro sueño desahuciado.
Juan Gracia Armendáriz, Cuentos del jíbaro, Demipage, Madrid, 2008, pp. 91-92.
Reconozco que nos flaquean las fuerzas. Después de cavar barricadas de argumentos frente a la puerta, de amontonar sacos terreros en las ventanas y cegar las ranuras de las puertas con silicona, nuestra situación se ha vuelto insostenible. Creímos que el mundo amenazaba nuestra convivencia, pero a fuerza de autarquía hemos alcanzado una situación límite. Dejamos de llamar a los amigos, no respondíamos a las llamadas de nuestros parientes, y por toda explicación colgamos un cartel en la puerta de entrada que decía: «No molestar». Y en efecto, ya no nos moleta nadie, el mundo se ha vuelto invisible y lejano como una película en blanco y negro. Nos quedamos a solas con nuestras manías de amantes a tiempo completo. Todo, hasta el café y las tostadas, era un hábito compartido que desataba la pasión. Ahora, sin embargo, nuestros intentos son vanos. Espoleamos el deseo con estímulos que en otro tiempo nos hubiesen causado vergüenza. Nuestro vocabulario era un código amatorio que sólo nosotros entendíamos, pero ahora se ha vuelto incomprensible, como una lengua muerta. Ella y yo nos miramos con desconsuelo y fatiga, a sabiendas de que cualquier noche todo se vendrá abajo sin remedio, pero mientras llega ese instante ella calienta un poco de sopa en la cocina y yo busco con el mando a distancia una película que entretenga nuestro tedio. Luego nos acostaremos. Será tarde. Escucharé su respiración en mi cuello y anhelaremos que nadie interrumpa nuestro sueño desahuciado.
Juan Gracia Armendáriz, Cuentos del jíbaro, Demipage, Madrid, 2008, pp. 91-92.
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